domingo, mayo 14, 2006

Cartas desde Cincinnati (separata)

...En ese tiempo, que yo sepa, no existía la tristeza. Ahora sé que sí, que sí estaba, acuertalada en las chabolas y en los pies desnudos, en los barrancos,en los riscos, en la tierra cuarteada de los suburbios. Pero a los ojos de un niño la tristeza se presenta con un tajo o no existe. Yo miraba el parterre y a los gatos y a tu risa que venía desde detrás de los armarios, y todo era sepulto de las penas, todo era una mañana inmensa.
Era como si no hubiese calles, sino luz. La lluvia traía charcos, que eran mares de piratas. Y cuando llegaba el siroco me asombraba con los nómadas, sigilosos en el polvo, serenos a través de la tormenta. Pasaban los camellos como si pertenecieran al viento, y el silencio de la arena levantada entraba en el alma de las casas.
Con la llegada de los feriantes, cada septiembre, el parque se convertía en lo de más allá del mundo. Regresaba la música, y era la reina despiadada que exiliaba a las flautas de los afiladores. Para mí era un tesoro fabuloso el juego de pesas de algunos puestos, con todo ese desgaste. Los algodones de azúcar eran alas blancas inalcanzables. Era el mes en que regresaban los gitanos y habitaban el solar de al lado. Entre las piedras y la madera construían su refugio de pobres. Extendían alfombras y arpilleras, y baldeaban la tierra para atrapar el polvo.

Yo recuerdo el solar: infinito, regado de piedra y luz, lleno de magia. Y no deja de aparecérseme la hija de aquellos nómadas del mes de septiembre. Era flaca, era flaca como un ángel. En sus manos llevaba una muñeca y un presentimiento. Su voz era como agua lejana, y no dejaba de sonreirme. Yo no sabía nada de sus artes antiguas, ni de cómo puede llegar a la sangre el resplandor de unos ojos. Si yo no hubiera crecido seguiría sabiendo que la risa era su risa cayendo entre nuestras manos, y que la ternura era una muñeca de trapo apoyada en un muslo.

Otro recuerdo: Lecuona. Y con él Louis Amstrong, Glenn Miller, Alfredo Kraus: música casi clandestina, barricada contra las panderetas. La misa los domingos comenzaba a las once: tú abrías la puerta y entraba una trompeta desde los campos de algodones, notas de un piano plantaban cañas en la sala, y la luna asistía al rito escondido de hacer vivir la música más allá de los desfiles. La casa era el humo y el whisky desbordando tus ojos.

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