jueves, septiembre 18, 2008

A Richard Wright

Los tuyos, tú, eran la hierba y el Lsd, la bendita locura, los caminos de luz que se hunden en el bosque. Eran los tiempos rojos de Syd Barret, para qué volver si delante ruge el mundo abierto y palpitante como un corazón arrancado, si en tus dedos se entregan los hilos que se enredan en todas las cosas, si alcanzas a escuchar la terrible música que abre los ojos. Quizás debiste morir como Syd, lejos de aquí, libre y solo como el viento en las noches oscuras. Quizás debieron encontrarte hace 30 años, en el amanecer de una ciudad fría, reventado de droga hasta los pulmones, a lo mejor sin ojos o sin dientes. Tú fuiste la pausa y el buen gusto, como en Pompeya o como en Wish you. Pero yo no entiendo la pausa si no derrama tristeza, si no esconde peligro, por eso un poco te reprocho que te hayas muerto como se mueren los muertos habituales, no entendiste que ya no puedes morirte, como no se murió Syd, que era la hierba en las escaleras y los tripis en las noches de fuego. ¿No ves que dejándote morir como los demás nos traicionas? ¿Y qué de los campos en la madrugada? ¿Y qué de la casa roja, sin luz, llena de humo? ¿Dónde se refugiará la tristeza de los trenes? ¿En qué manos brillarán los diamantes? Te ganó esta inquietante locura de casas con jardines y números prostituidos, te acostumbraste al veneno de los pasos seguros, a la terrible crueldad de las buenas personas. Si te hubieses muerto hace tiempo, como Syd, nunca te hubieras muerto. Y habría más escalones para alcanzar la locura, habría más ojos y labios y piel, más cuerpos desnudos gritando alrededor de la hoguera. Ahora te mueres como un abogado o un tendero, con dolor, resignado, atado, y los barcos naufragan y el cielo cada vez se viste menos de violeta, y entonces me acuerdo de Syd y me enfurezco, no quiero que me ganen, no quiero que me den cordura, no quiero vivir en paz.

martes, septiembre 16, 2008

Nostalgia (cien palabras)

Quedaron aquí, entre mis cosas, la sombra de tu cuerpo y tu aliento de hierbas. Siempre estás de espaldas, como para hacerme saber que ya eres inatrapable, sólo ya el recuerdo de tu piel dinamitando mi boca, el explosivo olor de tu saliva en mis dedos. Todo fue tan desoladoramente breve, amor, no entiendo cómo tu cuerpo no pudo quedarse eternamente entre mis manos, para aprenderme los infinitos caminos que llevan a tu sexo. Quedas aquí, entre los libros, bajo los imanes de la nevera, tras los espejos. Escucho cómo tu pelo enciende cada noche mi casa.

martes, febrero 12, 2008

Chat (otros fragmentos)

Los nicks. Los nombres. Todos los nombres. Ésa fue mi tarea en mi primera visita a la sala. Recuerdo que cuando ella vino yo ya había finalizado mi trabajo. Pidió turno para la música y entonces me pregunté por la razón de esperarla, si yo nada buscaba, si todo lo que planeé para esa noche ya lo había realizado. Pero ese nombre elegido, lanzándome sus misterios, esa habilidad para las palabras justas, esa distancia que al momento crecía para alejar a los demás.
Era tarde, y yo no quise irme. Noté que el silencio iba ganando la sala, aunque siguieran sucediéndose los gritos de las palabras grandes sobre la sábana blanca de la ventana. Entonces me levanté, antes de que ella iniciara la música, para orinar y traerme agua de la cocina. Pensé en sus manos, moviéndose entre las teclas de su máquina, y después imaginé su cuarto temblando en la penumbra. Bajé la luz del flexo, me acomodé en la silla y fumé despacio. Ella por fin ocupó el audio, y yo tuve para mí que su nick era un mensaje de calma, un modo de llamarse que no era de este mundo de traiciones y mentiras fáciles. Cerré los ojos, sé que en la ventana blanca de la sala las nubes se cerraron y se disparó la tormenta. Entró en mi casa, como relámpagos, los lúcidos sonidos de wish you were here, se calmó mi espíritu, descansaron mis ojos. Tuve una visión de pájaros planeando en remolinos lentos, un cielo ardiendo, ojos que brillan entre los árboles. Allá abajo, en la sala simple, seguirían las pendencias y las ansias de destacar. Yo estaba allí, pero no estaba, yo era unas letras inquietas asomándose a la esquina para ver el milagro de los rayos rojos sobre el desierto blanco.
Sólo yo comprendí el hechizo, los demás se consumían en su mundo pequeño. Pensé que no tener el don de entrever la magia debe de ser uno de los descubrimientos más tristes en la vida. La magia de las extrañas danzas del humo en el aire, por ejemplo. O esta otra magia seductora que una mujer sin lugar vertía en la sala. Il pluit à verses, me dije, como si de repente abundaran los árboles y no pudiera verlos entre la niebla. Y además las guitarras del cielo, y voces que cantan la tristeza de los trenes.
Yo renegué. Infrigí mis reglas. Apagué el cigarrillo y con mis manos calientes abracé el ratón y dirigí el puntero hasta su nombre. Pulsé el botón derecho y elegí enviar mensaje. Y entonces otra vez los silenciosos rastros de la magia. Mi nombre y el suyo reunidos y un papel inacabable para medirnos, para encontrarnos. Escribí: el aire de mi casa se ha vuelto rojo. Me respondió enseguida: vine para llevarme tu cordura

viernes, diciembre 28, 2007

Chat (separata)

Son las redes del álgebra. Nos reúnen miriadas de impulsos que atraviesan el caos. Cuando te escribo te quiero todo en mi casa descansa entre las manos de la noche. Los libros yacen con sus páginas abiertas, las sombras se elevan en las paredes. Mis palabras, cargadas de silencio y penumbra, reciben al instante la luz de tus cosas, esas cosas tuyas que te rodean cuando te sientas a la mesa de la pc. Allá donde estés acontece la tarde, y yo nunca entenderé esta difícil geografía que une mis dedos manchados de madrugada con el calor que se agolpa en las ventanas de tu pieza. Es a la vez mi voz serena y el ruido de los niños que juegan en tu acera, la hermosa llama de mi flexo y el cielo que se refleja en tus espejos. Tan súbito todo, mi amor. Me convenzo entonces de que el tiempo es mentira, no pasa ni se olvida, ni siquiera se detiene. Sólo hay luz y oscuridad infinita, sol y caminos para los ojos, gritos y miedo para las manos que palpan la tierra. Yo imagino las palabras que te envío como trozos calientes de la noche, como si impulsar las teclas fuera lo mismo que rasgar el silencio de mi cuarto, un poco como desmenuzarlo para que entre sin esfuerzo en el pequeño rectángulo donde nos hablamos. Es así como estas criaturas que viven en la penumbra llegan hasta ti, hasta tu tierra que hierve y resplandece como la sal que queda entre las piedras. Cuando te escribo, entonces, debes notar más peso en las palabras, un lastre como de helechos y madrigueras bajo la tierra. Aquí también me llegan las marcas elementales del lado en el que estás; me llega la terrible fuerza de la luz, lo que ven tus ojos, el frenesí de tus músculos despiertos. Esto que hacemos, esta manera de amarnos, no deja de ser un peligroso sacrilegio. Me encanta construir desde la sencillez. Yo creo que el día debe morir con el día, del mismo modo que la noche avanza hasta encontrarse con esa tierra de nadie donde se miran extraños los primeros rayos y las sombras que violentaron las murallas.

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jueves, octubre 04, 2007

Otros andenes

He visto esos vagones. Oscuros, rotos, escondidos en un aire amarillo y caliente. Se detienen poco tiempo en el andén, y entonces todos los paneles, los mensajes, los avisos, se tiñen de rojo, como si derramaran sangre. Nada más entrar la gente se escucha el silbato, prolongado y triste, y en las ventanas se agolpan las caras pálidas, los ojos apagados de los muertos. Parte el tren. El ruido es antiguo y monótono, como el tun tun repetido de una maza contra las piedras.

Los he visto. No hay tregua para pensar, todo sucede en el tiempo de una luz que se enciende y se apaga. Después miro a los otros que están conmigo en el andén del frente, esperando el metro. Hemos bajado las escaleras, insertado el ticket, hemos entrado por las mismas puertas. Nadie más lo ha visto, revisan sus equipajes, cabecean en los asientos de la estación, avanzan las páginas de los libros. Entonces me olvido de esa magia terrible que sucedió delante de mis ojos, me pego a la pared y cruzo los brazos. No quiero que ocurra, no quiero este poder que me llena de miedo, me siento solo cuando se me entra la tristeza de los muertos.

Los vi en París. A esos vagones. Yo estaba en Les invalides, camino a Pont Cardinet. Quizás diez metros, doce, de sombras y raíles y suelos grises. Después ellos, todos esos seres sin vida, quietos contra la pared, o sentados con las piernas encogidas, o reuniéndose en los límites de la estación, donde acaban las escaleras y los pasillos. Tengo para mí que me descubren, pero no puedo probarlo, es todo tan rápido. Se precipitan hacia las puertas del tren que ha de conducirlos a no sé qué lugar del subterráneo, y en un momento vuelve el ruido de la ciudad, el olor de las cosas de la superficie, el calor, los colores. Aumenta mi soledad cada vez que soy testigo de estos sucesos, siento que se me escapa el aire, como si dedos sin piedad se hundieran en mis vértebras.

Los muertos viajan. Lo sé. Toman el metro, sin pertenencias, en esas extrañas paradas, en otros andenes. Yo procuro desentenderme, disimulo, hago como que escucho el oscuro sonido de un saxo, o doy a entender que se me hace tarde examinando con exagerado odio el reloj. Pero no puedo, la tristeza que llega de allí es infinita y espesa, como nubes amarillas.

He intentado desentrañar esta geometría turbia de estaciones súbitas y fugaces, sin nombre, sin lugares estables. Me refiero a ella como la línea cero. En mi pequeño cuaderno de notas he escrito preguntas: ¿cuál es su frecuencia?, ¿cuántas paradas realiza?, ¿dónde termina su trayecto? Por las noches, en mi cama, le doy vueltas a lo que he visto, me aproximo desde otros ángulos, me concentro en los detalles de estas visiones imposibles, y después sueño con burbujas que se hinchan despacio, y se rompen y desaparecen.

Línea cero. No hay mapa que la dibuje, no puede haber dedos que la calculen o que cuenten sus cruces con otras líneas. La llamo así, línea cero, porque este número permanece desocupado en los subterráneos de las ciudades. Y también porque a mí me parece que es un nombre acertado para sugerir que es como si no hubiera nada: viajeros muertos sin equipaje, andenes que se van, silencios.

Callao, línea uno, Madrid. Contemplo nuevamente las máquinas paradas del tren fantasma. Es blanco. Los que esperan atestan los vagones. Otra vez los rostros sin luz, otra vez los que se van empujando hacia mí sus voces de tristeza. Constato que los túneles se oscurecen y enfrían, y entonces imagino catedrales. Siento la necesidad de sentarme, me sobrecoge la ceguera de todos los que aguardan en la estación. Me pregunto por qué he de ser yo el adelantado, el que aporta sus ojos para estas visiones. Pienso en molinos arrancados por la furia del aire, y de repente sé que me he muerto. Alguien me mira desde el otro lado.

miércoles, mayo 30, 2007

Ajedrez

Pienso en ti. Creo que pensando en ti se vuelven nítidas las diagonales. Cómo quieres que te intuya, que sepas que eres, si no es pensando en ti. Habitarás mucho tiempo el otro flanco, el concurrido, el victorioso, y yo sólo soy un peso depositado en un cuadrado blanco, como hojas que caen para morirse en los mosaicos tristes de los parques. Por eso es mi táctica, pensarte, para que la luz se derrame y trice las líneas, para que no se distinga un avance de un retroceso, para fracturar la geometría de casillas negras y blancas, para que mis manos puedan dispararse por el aire y alcanzarte. Porque a ti te tocó ser la reina en esta partida, levantas tus ojos y sólo ves concierto y vida entre las cosas, llevas en tu respiración la dureza del agua, la fuerza de tus ojos. Tú marcas el horizonte, lo acercas y lo alejas, es imposible que entiendas que fuera de allí, en los extramuros, la soledad es una noche sin fuego, como un otoño que nunca encontrará una tarde donde pueda derramar sus gritos. Alguna mano violenta me obligará a andar un paso, escueto, cada vez más frágil. Nací para comprender que la magia es un ave condenada a escapárseme, siempre con sus alas lejanas, como si yo fuera un ser que de tanto otoño sólo escupo lodo y hojarasca. Pero me queda la luz, me queda pensarte.

martes, mayo 15, 2007

La dulzura

Ahora que duermes podré ver los pájaros que salen de tu boca. Agradezco a los dioses esta lluvia inacabable que se derrama en París, que tuviésemos que recogernos en nuestro pequeño refugio de 23 euros al día, y que tú, con esa voz con la que instalas la lluvia en mi alma, dijeras que me esperabas en la cama, que no tardara, que fuera pronto a abrazarme contigo para que me inventara una poesía. Yo no quiero demorarme, ya sabes que me llenas de vida con cada beso tuyo, sólo que tengo que agarrar esas imágenes que de un modo tan violento me asaltaron durante el día, esas que te conté de terribles búhos sobre las cabezas de los niños, o las de la arena que se levanta en el viento y entonces traza letras enigmáticas. Buscaré algunas palabras para que no se deshagan, porque si no acabarán olvidándose y otra vez volveré a sentir cómo me crece el abandono. Esta es la razón que me impide acudir a tu llamada, déjame que rebusque en la gaveta de este viejo escritorio, algún papel en blanco habré de encontrar para enjaular a ese búho furioso y para apresar con redes el mensaje de la arena en el viento. Entonces aparto mis ojos de la cuartilla iluminada por el flexo y los pongo en tí, eres tan hermosa. Suelto el lápiz para que ruede en la madera, y cierro mi mano derecha para apoyar la cabeza. Y empieza a suceder ese milagro que brota de tí pero que no conoces. Debería salirte el aire respirado, invisible y un poco caliente. No sé qué los conjura, a veces pienso que es tanta tu dulzura que debes habilitar un escape para que no te ahogues, por eso creo que los pájaros que nacen en tí y vuelan en la estancia son trozos de tu dulzura. Oigo la lluvia pero no oigo sus alas, sé que no las oigo porque vibran con la misma cadencia del agua, por eso parece como si de ellas no se levantara el ruido, como si no necesitaran del aire para agitarse, rápidas como pulsos; si pudieras verlos, estos pájaros pequeños y luminosos, como arcoiris, si pudieras contemplar cómo vuelan sobre los enseres húmedos del apartamento, cómo giran alrededor de tí (quizás porque sepan que tú les has dado la vida), cómo alcanzan la lámpara del techo y después se posan y me miran y, como ocurre otras veces, el de plumaje violeta planea hasta la penumbra que vive entre mi mano y el folio, como si comprendiera que de mí también nacen pájaros, pájaros-palabra, pájaros-voces que escribo en este papel amarillento y antiguo que esperaba la vida en los laberintos de la gaveta. Pero tú duermes, llena de luz, envuelta en alas como si fueras la diosa de la dulzura, no sabes nada de este maravilloso estrépito que ahora mismo sucede. El pájaro violeta enreda sus patitas entre mis dedos y los empuja con su cabecita para alcanzar la palma de mi mano. Agita levemente sus alas y se adapta a la geometría cóncava que he inventado con mi mano. Y entonces me mira desde allá abajo, tan tierno, tan triste, y a mí se me vienen tus ojos inundados de mañanas, y me desnudan y me envuelven. LLueve mucho, fuera es la noche, pero en nuestra casa de Saint Germain las gotas furiosas sobre las calles entran por las rendijas de la puerta como un murmullo de alas que mueven el aire para que tú respires; si lo vieras amor, si pudieras notar cómo los pájaros me avisan de que ya llegó el momento de que apague la luz y me abrace a tu cuerpo, para que nos demos las manos y me recuerdes lo de la poesía, y yo sólo podré decirte que toda palabra es escasa, que enlazaré una con otra con la oscura tristeza de saberte inasible, de saberte inatrapable. Entonces te acercas a mí y me abrazas, y tu pelo queda a la altura de mi boca. Hablas para decirme que me duerma, y los pájaros se esconden en la penumbra para volverse invisibles. Yo apreto mis labios en tu cabello y respiro tu aliento para que me llegue al estómago, donde los pájaros más pequeños se han refugiado. Cierro los ojos, sólo quiero sentir el hermoso ritmo de tus pulmones, mientras llueve en París, nada más que llueve.