jueves, septiembre 18, 2008
martes, septiembre 16, 2008
Nostalgia (cien palabras)
martes, febrero 12, 2008
Chat (otros fragmentos)
Era tarde, y yo no quise irme. Noté que el silencio iba ganando la sala, aunque siguieran sucediéndose los gritos de las palabras grandes sobre la sábana blanca de la ventana. Entonces me levanté, antes de que ella iniciara la música, para orinar y traerme agua de la cocina. Pensé en sus manos, moviéndose entre las teclas de su máquina, y después imaginé su cuarto temblando en la penumbra. Bajé la luz del flexo, me acomodé en la silla y fumé despacio. Ella por fin ocupó el audio, y yo tuve para mí que su nick era un mensaje de calma, un modo de llamarse que no era de este mundo de traiciones y mentiras fáciles. Cerré los ojos, sé que en la ventana blanca de la sala las nubes se cerraron y se disparó la tormenta. Entró en mi casa, como relámpagos, los lúcidos sonidos de wish you were here, se calmó mi espíritu, descansaron mis ojos. Tuve una visión de pájaros planeando en remolinos lentos, un cielo ardiendo, ojos que brillan entre los árboles. Allá abajo, en la sala simple, seguirían las pendencias y las ansias de destacar. Yo estaba allí, pero no estaba, yo era unas letras inquietas asomándose a la esquina para ver el milagro de los rayos rojos sobre el desierto blanco.
Sólo yo comprendí el hechizo, los demás se consumían en su mundo pequeño. Pensé que no tener el don de entrever la magia debe de ser uno de los descubrimientos más tristes en la vida. La magia de las extrañas danzas del humo en el aire, por ejemplo. O esta otra magia seductora que una mujer sin lugar vertía en la sala. Il pluit à verses, me dije, como si de repente abundaran los árboles y no pudiera verlos entre la niebla. Y además las guitarras del cielo, y voces que cantan la tristeza de los trenes.
Yo renegué. Infrigí mis reglas. Apagué el cigarrillo y con mis manos calientes abracé el ratón y dirigí el puntero hasta su nombre. Pulsé el botón derecho y elegí enviar mensaje. Y entonces otra vez los silenciosos rastros de la magia. Mi nombre y el suyo reunidos y un papel inacabable para medirnos, para encontrarnos. Escribí: el aire de mi casa se ha vuelto rojo. Me respondió enseguida: vine para llevarme tu cordura
viernes, diciembre 28, 2007
Chat (separata)
Etiquetas: literatura
jueves, octubre 04, 2007
Otros andenes
He visto esos vagones. Oscuros, rotos, escondidos en un aire amarillo y caliente. Se detienen poco tiempo en el andén, y entonces todos los paneles, los mensajes, los avisos, se tiñen de rojo, como si derramaran sangre. Nada más entrar la gente se escucha el silbato, prolongado y triste, y en las ventanas se agolpan las caras pálidas, los ojos apagados de los muertos. Parte el tren. El ruido es antiguo y monótono, como el tun tun repetido de una maza contra las piedras.
Los he visto. No hay tregua para pensar, todo sucede en el tiempo de una luz que se enciende y se apaga. Después miro a los otros que están conmigo en el andén del frente, esperando el metro. Hemos bajado las escaleras, insertado el ticket, hemos entrado por las mismas puertas. Nadie más lo ha visto, revisan sus equipajes, cabecean en los asientos de la estación, avanzan las páginas de los libros. Entonces me olvido de esa magia terrible que sucedió delante de mis ojos, me pego a la pared y cruzo los brazos. No quiero que ocurra, no quiero este poder que me llena de miedo, me siento solo cuando se me entra la tristeza de los muertos.
Los vi en París. A esos vagones. Yo estaba en Les invalides, camino a Pont Cardinet. Quizás diez metros, doce, de sombras y raíles y suelos grises. Después ellos, todos esos seres sin vida, quietos contra la pared, o sentados con las piernas encogidas, o reuniéndose en los límites de la estación, donde acaban las escaleras y los pasillos. Tengo para mí que me descubren, pero no puedo probarlo, es todo tan rápido. Se precipitan hacia las puertas del tren que ha de conducirlos a no sé qué lugar del subterráneo, y en un momento vuelve el ruido de la ciudad, el olor de las cosas de la superficie, el calor, los colores. Aumenta mi soledad cada vez que soy testigo de estos sucesos, siento que se me escapa el aire, como si dedos sin piedad se hundieran en mis vértebras.
Los muertos viajan. Lo sé. Toman el metro, sin pertenencias, en esas extrañas paradas, en otros andenes. Yo procuro desentenderme, disimulo, hago como que escucho el oscuro sonido de un saxo, o doy a entender que se me hace tarde examinando con exagerado odio el reloj. Pero no puedo, la tristeza que llega de allí es infinita y espesa, como nubes amarillas.
He intentado desentrañar esta geometría turbia de estaciones súbitas y fugaces, sin nombre, sin lugares estables. Me refiero a ella como la línea cero. En mi pequeño cuaderno de notas he escrito preguntas: ¿cuál es su frecuencia?, ¿cuántas paradas realiza?, ¿dónde termina su trayecto? Por las noches, en mi cama, le doy vueltas a lo que he visto, me aproximo desde otros ángulos, me concentro en los detalles de estas visiones imposibles, y después sueño con burbujas que se hinchan despacio, y se rompen y desaparecen.
Línea cero. No hay mapa que la dibuje, no puede haber dedos que la calculen o que cuenten sus cruces con otras líneas. La llamo así, línea cero, porque este número permanece desocupado en los subterráneos de las ciudades. Y también porque a mí me parece que es un nombre acertado para sugerir que es como si no hubiera nada: viajeros muertos sin equipaje, andenes que se van, silencios.
Callao, línea uno, Madrid. Contemplo nuevamente las máquinas paradas del tren fantasma. Es blanco. Los que esperan atestan los vagones. Otra vez los rostros sin luz, otra vez los que se van empujando hacia mí sus voces de tristeza. Constato que los túneles se oscurecen y enfrían, y entonces imagino catedrales. Siento la necesidad de sentarme, me sobrecoge la ceguera de todos los que aguardan en la estación. Me pregunto por qué he de ser yo el adelantado, el que aporta sus ojos para estas visiones. Pienso en molinos arrancados por la furia del aire, y de repente sé que me he muerto. Alguien me mira desde el otro lado.
miércoles, mayo 30, 2007
Ajedrez
martes, mayo 15, 2007
Ahora que duermes podré ver los pájaros que salen de tu boca. Agradezco a los dioses esta lluvia inacabable que se derrama en París, que tuviésemos que recogernos en nuestro pequeño refugio de 23 euros al día, y que tú, con esa voz con la que instalas la lluvia en mi alma, dijeras que me esperabas en la cama, que no tardara, que fuera pronto a abrazarme contigo para que me inventara una poesía. Yo no quiero demorarme, ya sabes que me llenas de vida con cada beso tuyo, sólo que tengo que agarrar esas imágenes que de un modo tan violento me asaltaron durante el día, esas que te conté de terribles búhos sobre las cabezas de los niños, o las de la arena que se levanta en el viento y entonces traza letras enigmáticas. Buscaré algunas palabras para que no se deshagan, porque si no acabarán olvidándose y otra vez volveré a sentir cómo me crece el abandono. Esta es la razón que me impide acudir a tu llamada, déjame que rebusque en la gaveta de este viejo escritorio, algún papel en blanco habré de encontrar para enjaular a ese búho furioso y para apresar con redes el mensaje de la arena en el viento. Entonces aparto mis ojos de la cuartilla iluminada por el flexo y los pongo en tí, eres tan hermosa. Suelto el lápiz para que ruede en la madera, y cierro mi mano derecha para apoyar la cabeza. Y empieza a suceder ese milagro que brota de tí pero que no conoces. Debería salirte el aire respirado, invisible y un poco caliente. No sé qué los conjura, a veces pienso que es tanta tu dulzura que debes habilitar un escape para que no te ahogues, por eso creo que los pájaros que nacen en tí y vuelan en la estancia son trozos de tu dulzura. Oigo la lluvia pero no oigo sus alas, sé que no las oigo porque vibran con la misma cadencia del agua, por eso parece como si de ellas no se levantara el ruido, como si no necesitaran del aire para agitarse, rápidas como pulsos; si pudieras verlos, estos pájaros pequeños y luminosos, como arcoiris, si pudieras contemplar cómo vuelan sobre los enseres húmedos del apartamento, cómo giran alrededor de tí (quizás porque sepan que tú les has dado la vida), cómo alcanzan la lámpara del techo y después se posan y me miran y, como ocurre otras veces, el de plumaje violeta planea hasta la penumbra que vive entre mi mano y el folio, como si comprendiera que de mí también nacen pájaros, pájaros-palabra, pájaros-voces que escribo en este papel amarillento y antiguo que esperaba la vida en los laberintos de la gaveta. Pero tú duermes, llena de luz, envuelta en alas como si fueras la diosa de la dulzura, no sabes nada de este maravilloso estrépito que ahora mismo sucede. El pájaro violeta enreda sus patitas entre mis dedos y los empuja con su cabecita para alcanzar la palma de mi mano. Agita levemente sus alas y se adapta a la geometría cóncava que he inventado con mi mano. Y entonces me mira desde allá abajo, tan tierno, tan triste, y a mí se me vienen tus ojos inundados de mañanas, y me desnudan y me envuelven. LLueve mucho, fuera es la noche, pero en nuestra casa de Saint Germain las gotas furiosas sobre las calles entran por las rendijas de la puerta como un murmullo de alas que mueven el aire para que tú respires; si lo vieras amor, si pudieras notar cómo los pájaros me avisan de que ya llegó el momento de que apague la luz y me abrace a tu cuerpo, para que nos demos las manos y me recuerdes lo de la poesía, y yo sólo podré decirte que toda palabra es escasa, que enlazaré una con otra con la oscura tristeza de saberte inasible, de saberte inatrapable. Entonces te acercas a mí y me abrazas, y tu pelo queda a la altura de mi boca. Hablas para decirme que me duerma, y los pájaros se esconden en la penumbra para volverse invisibles. Yo apreto mis labios en tu cabello y respiro tu aliento para que me llegue al estómago, donde los pájaros más pequeños se han refugiado. Cierro los ojos, sólo quiero sentir el hermoso ritmo de tus pulmones, mientras llueve en París, nada más que llueve.