miércoles, abril 26, 2006

Un ligero desvío

A Lavinia, la lucidez
Ocho de la mañana. Como todos los días, llegó el tristísimo momento de rendir vasallaje a la autoridad de los bancos y los semáforos. Me arranco de la cama como si fuera de la primera cueva de los primates. Subo al bus de los condenados camino al fondo de la ciudad. Bajo después, y asisto con pánico al cansado rito de repetirme centímetro a centímetro, un segundo seguido de otro, los mismos ojos opacos.
Hace frío en esta mañana, sirenas lejanas anuncian la tristeza de las fábricas. Suena (sólo en mi cabeza) Pink Floyd. Nostalgias del LSD, sed atávica del fuego, mares plateados por el permanganato magnésico. Todo aquello ocurrió alguna vez, pero no supimos arrojarnos a la anarquía.
Justo a las ocho y veinticinco noto que algo repta en mi cabello. No me importa lo que sea, si es un árbol, una rueca, un papel, un pájaro, una sombra: su presencia me hace otro, distinto al mí de hace un segundo.
En un escaparate de zapatos me reflejo y descubro una masa roja y oscura, un intrincado ramo de tentáculos. Diré que esta masa suave y tibia es una ameba, y que Dios me perdone si me equivoco. Siento sed, pero sé que es su sed lo que siento. Me encuentro en el medio de un exacto proceso de abducción. La ameba cree que soy su padre, pobrecita, y rozo con mis dedos su cuerpo tembloroso.
Acordamos que se agazape entre mis cabellos, tendida y con sus ojos alongados.
Quiero que desate sus amables maldades para que rasgue la tela de estos innumerables días grises. Que, por ejemplo, aceche a los terroríficos grupos de notarios y de inmediato los condene a la incontinencia: que su fe sea dada perpetuamente en las letrinas. Que los banqueros devengan en shandalas, y los shandalas en hombres sin sed de pan ni sed de vino. O que los curas se mueran en el deleite de la carne.
Mi joven hija, mi dulce ameba roja, sabe rociar de curvas los edificios, y agotar los lutos y los claustros.
Tengo un tesoro. Regreso. Sobre la mesa de madera extiendo un foulard y hojas de haya, para que la ameba, mi amada hija, duerma.

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