sábado, febrero 11, 2006

El monstruo del café II (La memoria como un río)


Hoy, cuatro de Enero, veintitrés días después de aquel suceso, me encuentro en condiciones de relatarte lo que tan hondamente viví. Conoces todas mis rutinas, ese enssamble de pequeñas y apreciadas costumbres que adormece los impulsos de romper con todo.
Compré el periódico como tantas otras veces, y lo extendí sobre la mesa que suelo ocupar; junto a él un cortado, la pequeña cuchara en el plato, mi mano derecha amarrada dulcemente al vaso. La luz nacía de los árboles, y algunos rayos sueltos querían agolparse entre mis dedos, con la feliz anarquía de las cosas elementales. Ya sabes que me gusta mirar la periferia, la voz volcada en otras ondas, las rendijas donde el azar fabrica los sucesos, la subvida.
Lo extraordinario fue, créeme, ver asomar tus ojos desde el borde del vaso. Mis dedos en la cuchara eran el horizonte, y allí estaban tus ojos, grandes, como un milagro del agua.
A partir de ahí empezó todo. Es como si el tiempo se hubiera ido del quiosco. Noté las curvas del aire, noté saltos de luz: partes del espacio se me hacían transparentes y otras zonas eran tan oscuras que era imposible distinguir reflejo alguno.
Cerré los ojos. El caos de luces y sombras fue conformando siluetas. Así fue como me ví desnudo en un paisaje feroz, salvaje, bellísimo. Respiraba niebla, pero todo era diáfano: a mis pies serpenteaba un río de aguas rojas y oscuras.

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