sábado, abril 22, 2006

La leyenda

En el principio dominaba el texto sobre todas las cosas. Eran escasas las imágenes, pobres, ambiguas. Ese era el tiempo del desierto, el tiempo de los senderos conocidos: sólo había un mundo. Entonces el señor de las arenas fue desbordado por la tristeza porque todo lo encontró presivible y gris. Pensó: el desierto es mi mejor metáfora, porque todas las formas caben en una duna, no existe mejor representación del deseo que el sexo mecido por la arena caliente, y la luz es un oasis en el crepúsculo. Fue así que los caminos se extendieron hasta el infinito, y muchos giraban sobre sí mismos, y muchos se bifurcaban, y muchos unieron su destino. Así nació la luz.
Fue dichoso con su obra, y eligió una senda para escribir en ella su felicidad. Siete llaves hay para llegar a él, al camino en el que cada danza equivale a universos escindidos, en el que una mano es la plenitud de la geometría. Encontradla, detrás de la coraza hay un dios desnudo, y detrás de mí no hay nada. Jalonaré la ruta de ruido de tambores y de cobre en el espíritu de las monedas. Siete llaves hay, bajo el peso de la lluvia. Venid a mí quien pueda. Quien pueda, venid.
Yo soy la piedra arrojada al río, de mí nacen las ondas, y surgen las montañas de los puñales de mis dedos. Siete llaves en la madera húmeda, bajo la lluvia, en las entrañas de los innumerables mundos. Llaves de hierro negro, sangre en las llaves, redimidas del tiempo.

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