viernes, octubre 13, 2006

Haitus (fragmento)

Hace frío aquí, tan cerca del lago. Me gusta hundir las manos en el agua, y luego alzarlas despacio, chapotear como si fuera un niño. Muchas de las gotas que se desgajan del agua caen en la zona del lago que la luz de la luna no ilumina, pero yo he desarrollado la pericia de seguir a aquellas que nacen y mueren en el lado de la luz. Me entretengo así muchas horas, a veces toda la noche, desnudo y en cuclillas en la orilla del lago, con mis manos abiertas violentando el fondo.

De madrugada busco con mis ojos la colina que tengo al frente, la que da a la luna. Ella está allí, lo sé seguro, vestida tan sólo con un sombrero chino y apoyada en sus rodillas mientras escarba la tierra. Inesperadamente cesará en su labor y mirará hacia mí, y notaré su creciente curiosidad por ese habitante del lago que en las noches de luna marca sus huellas en el barro. Ese ser soy yo, y ella se sorprende porque parezco luminoso y extraño en este lugar de la orilla en que la luz me incide. Pero sólo soy un humano, un hombre que se agacha a jugar con el agua y que sabe que al mirar hacia arriba verá unos ojos oscuros debajo de un sombrero chino, y unas manos manchadas en tierra que me excitan, infinitamente me excitan.

No pasa mucho tiempo antes de que ella acuda al lago, esquivando los desniveles de la ladera con la elasticidad de un felino. Se lava las manos con inmensa pulcritud, y al momento acomoda el sombrero de esparto duro entre sus pechos, y lo lanza hacia el aire para que gire sobre sí mismo. Yo no eludo el hechizo de contemplarlo, es un maravilloso modo de inventar anillos los cortes circulares que produce el sombrero en el aire, el ruido como de alas de un inmenso pájaro, y después el silencio, como si todas las cosas que estuvieran allí, la luna, el agua, las siluetas, aceptaran ese pequeño sacrilegio de vuelo elíptico, el lento planeo, y la dulce caída a la tierra.

Ella entra en el agua. Eleva su cabeza y se impulsa con el movimiento de sus pies. Yo también me lanzo, y de repente recuerdo que así ha sido siempre, que no es la primera vez que todo, las vísceras, los ojos, se arroja instintivamente a esa oscuridad ondulante donde ella gobierna, allí donde el olor de sus muslos agota el oxígeno como una planta peligrosa, como pócima que exhala humos invisibles; nado hacia ella y noto sus manos cómo alabean el agua, precisas, curvadas, sinuosas. Ocurre entonces que estamos frente a frente, podría beber sus ojos si quisiera, pero esa violencia no es posible porque ella es mil veces más esquiva, se adelanta a mis impulsos, juega, me roza la espalda o las manos, sube a mi boca con su vientre desnudo, lleva sus manos a mis hombros y me sumerge, me rodea y me acerca a ella, y salen disparadas esferas colmadas de oxígeno y sé que se llevan también pequeños trozos de alguna de las dos vidas. No sé cómo decirle que me encuentro bien aquí, que no quiero abandonarla, que sólo busco una bocanada para seguir viviendo, que volveré. Se lo intento indicar con las manos, las muevo enérgicamente hacia atrás y hacia delante, y ella nada más que me mira, se hunde y se oscurece sin dejar de mirarme; yo quiero seguir viviendo para cazarla, para atraparla, para agarrarme a sus senos y que me conduzca prisionero a su casa entre las algas y entre las cuevas del fondo lejano, pero no lo comprende y se va, sus ojos me miran y me preguntan por qué seguirán estando solos, y las burbujas de su boca sólo desprenden oxígeno, sólo oxígeno, y yo al fin logro alcanzar la línea del agua, y respiro, y siento que jamás impulsaré a mis pulmones ni un átomo del aire triste que nace en su boca y huye hacia los árboles que la luna oculta.