lunes, agosto 14, 2006

Bar

El acto abrupto de alzar los ojos y ver que te acercas; no sé por qué en ese momento, yo no sé nada de la razón de levantar los ojos y que de repente estés ahí; todo me lleva a pensar que es lo mismo, el origen del fugaz abandono del periódico eres tú dirigiéndote a la mesa cercana, de la misma manera que abrir la mirada hacia la puerta implica tu presencia, implica un nuevo orden en el sistema cerrado del bar, en el que lo primero es tu cabello.

Según las nuevas reglas, sobrevivirán los acostumbrados al caos, el resto continuará atado al mundo-cuadrícula que tú, ahora aquí, has roto. Este es el mundo del absoluto dominio de la curvatura, de la torsión, de las parábolas y de las hipérbolas. Esto parece un bar, las mesas, el café, la pareja con el niño, el viejo de la barra; pero el tiempo se ha extinguido porque tú lo repeles, eres algo hecho de antitiempo, enfundada en unos pantalones blancos que se deslizan a una silla en la mesa cercana, algo provisto de unas manos que persiguen domar una cabellera.

Yo me dejé llevar por el azar, antes de que el tiempo se fuera alcé los ojos, entré en el espacio velado por tu pelo, una pequeña llave tu pelo revuelto para que no sea tan fácil la entrada, como humo que oculta el camino, como pasadizos oscuros. Le echo la culpa al azar, pero no sé nombrar el motivo. Noté los platos llamándote, eso es todo, y al momento tu figura delgada violentando el aire.

Ahora formo parte del estado de cosas que has creado. Sigo con la taza en la mano, en la última mesa, la que convoca más oscuridad. Tomo café pero también me bebo tu sudor, porque cuando recoges tu pelo tu espalda es un campo donde las gotas de sudor se agazapan entre el trigo, y desde allí trizan el aire y saltan a mis dedos, luego a mis labios, luego a mi sangre desde las llamas de café que me trago.

No quedan líneas rectas, no es posible construir esquinas en este lugar que tú has inventado. Esas geometrías saltaron por los aires nada más asomar tu luz blanca por la puerta. Por eso, que aparezcas y que te sientes no son verdades diferentes. Sentarte es que yo acabe leyendo en tu cuello, leyendo en tus poros, como los ciegos, al tacto, descubriendo los dibujos que los pelos no abarcados por tus manos trazan cerca de tu nuca; leer es una manera de posar mis dedos en tu cuello y en tus hombros, y desde allí contemplar las águilas y los helechos que viven en tu espalda. Luego pides café, y yo comprendo que no hay nada más natural que pedir café, para dar de comer a todos los animales que juegan en tu espalda, y entonces bebes y desde los dedos que sostienen tu cabello sobrevienen ríos y acequias que recubren tu espalda, como si tus dedos conocieran el secreto de los glaciares; tu mundo, tan extraño, tan hermoso.

Alzar lo ojos, es decir, verte. Tus caderas poseen la habilidad de hacer desaparecer las cosas, permites que yo entre en esta nueva decisión de la materia, y de todo lo que pudo ser quedan tus pasos lentos y tu cabeza levemente inclinada. Alcanzo a entender que todo estaba confabulado para que ahora, aquí, en este viejo bar de La Laguna, los peces, la lluvia, la selva, cayeran desde tus ojos y humedecieran el suelo, y humedecieran mis piernas y agitaran mis ojos para que se fuera la niebla y me entrara el vértigo de verte.

Con un último impulso vacías la taza, tus manos buscan la madera para levantarte, y justo en ese momento se pone el sol en la tierra que es tu espalda, se oscurecen los prados y los seres se esconden, y regresan las voces y los ruidos de los relojes. Pagas en la barra y te encaminas a la puerta, y te llevas toda la luz y la nieve que trajiste. Yo sé que todos tus sortilegios son la única verdad que existe. Cierro el periódico, miro tu boca apoyada en el filo de la taza.